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martes, 4 de febrero de 2014

Ramón Vinyes


Ramon Vinyes (Berga, 1882 - Barcelona, 1952). Dramaturgo, narrador, poeta, periodista, crítico y editor. Su vida transcurre entre Barcelona y Barranquilla, Colombia.
En Colombia es considerado una figura esencial en el desarrollo cultural del país, por su labor de dinamización cultural, principalmente al frente de la revista Voces (1917-1920). Reúne a su alrededor a figuras tan importantes como Julio Gómez de Castro, León de Grieff, Vicente Huidobro, Germán Vargas y Gabriel García Márquez, que le homenajea en su novela Cien años de soledad, donde aparece con el nombre de "sabio catalán", "el hombre que lo había leído todo".
En Catalunya estrena una veintena de obras teatrales, como Al florir els pomers (1910), Qui no és amb mi... (1929), Peter's Bar (1930) y Comiats a trenc d'alba (1938), y publica la recopilación de prosa poética L'ardenta cavalcada (1909). Se mantiene muy activo como crítico, teorizador y polemista teatral, y defiende un teatro moderno y comprometido con su tiempo. Colabora en los principales periódicos de Barcelona, donde publica crítica literaria, narraciones y poemas propios. También publica, en México, la recopilación de narrativa corta A la boca dels núvols (1946).
Después de su muerte, y durante mucho tiempo, es prácticamente ignorado en Cataluña, al contrario que en Colombia, donde siempre ha gozado de reconocimiento. Solamente a partir de la labor de crítica y divulgación de algunos estudiosos, y de la celebración del centenario de su nacimiento en Berga, recibe el interés y el reconocimiento que se merece. A partir de finales de la década de 1980 se edita, en muchos casos por primera vez, su obra, y varios críticos hacen interesantes estudios que lo sitúan, finalmente, con nombre propio dentro de la historia de la literatura catalana.


Un caballo en la alcoba

Estaba gravísimo y el médico había dicho que, según sus cálculos, el enfermo moriría de un momento a otro.
-¿Qué cálculos ha hecho usted? -le preguntaba la señora del enfermo, que era muy curiosa y que siempre quería enterarse de todo lo que pasaba en la casa.
-He hecho estos cálculos. No son nada, pero los he hecho. A mí siempre me gusta hacer mis cálculos. Y enseñaba una pizarra en la que había escrito con tiza lo siguiente:

163
+24
345
432
_________
-20
_________
412

La señora del paciente y numerosas visitas que estaban en la habitación del enfermo aplaudían, y un caballero, que entendía mucho de cálculos porque en su juventud había estado en Calcuta, dijo:
-Pues, si efectivamente el doctor ha hecho estos cálculos, no tiene más remedio que morirse o nosotros somos unos tontos.
Pero cuando el enfermo se iba a morir, era precisamente cuando entraba el caballo a la alcoba y al enfermo le daba la risa y ya no podía morirse ni nada..
-Es inútil -decía el enfermo a su mujer y a las numerosas visitas que llenaban la habitación y cuyos nombres lamentamos mucho no recordar-. Mientras este caballo siga entrando en la alcoba me entrará la risa y no podré morirme nunca.
-Pues no le mires -le decía su mujer, que era una mujer práctica. Y después añadió, siguiendo esa costumbre de añadir algo que siempre tienen las mujeres y que es lo que las pierde y lo que termina por hacerlas antipáticas. -Además, no sé por qué tiene que darte tanta risa ver a ese caballo. Ni que fuera Pompoff y Thedy, célebres payasos españoles nacidos en Granada y que con sus hijos Zampabollos y Nabucodonorcito han recorrido el mundo triunfalmente. Pero lo que le hacía gracia al enfermo no era el caballo como tal caballo, sino la manera que tenía de entrar a la alcoba y de mirarle.
Primero, tímidamente asomaba una pata por la puerta, después, la otra pata, y más tarde, la cabeza y la cola. Y cuando había asomado estas cuatro cosas que no son mancas, asomaba el resto del cuerpo y entraba en la habitación de lleno y miraba al enfermo con indiferencia y con asco. Y después de mirarle un rato ponía cara de aburrimiento y se marchaba otra vez al gabinete.
Nadie, además, sabía lo que hacía ese caballo, ni quién era, ni cómo se llamaba, ni de qué modo había podido subir hasta el piso tercero de aquella casa en la que habitaba el enfermo. Pero el caso es que el caballo estaba allí desde por la mañana y que nadie le había visto entrar y que no había manera de echarle a la calle.
Alguien, dijo, con mucha razón, que a lo mejor aquel caballo era de la criada porque las criadas de ahora no son como las de antes. Pero cuando la señora llamó a la sirvienta y le preguntó si aquel caballo era de ella, la sirvienta, después de mirar al caballo por todos lados y de tocarle bien las patas y orejas y de subirse encima un buen rato, dijo que aquel caballo no era de ella, y que, además, nunca en su vida había tenido caballo y que, por otra parte, no recordaba haberlo visto antes.
La señora lo puso en duda.
-Usted estuvo el domingo en los toros. ¿No recuerda haberlo visto allí en la plaza?¿Por casualidad no la habrá seguido el caballo hasta la puerta y después ha tenido el atrevimiento de subir hasta aquí?
-No -afirmó la sirvienta con gesto rotundo-. Lo juro por mi honor. Y se marchó a la cocina llorando.

Habían intentado empujarlo y hacerle bajar por las escaleras para echarlo a la calle. Pero cada vez que lo intentaban el caballo se ponía a relinchar y a dar patadas y los vecinos de abajo protestaban porque decían  que con aquel ruido no había manera de leer el periódico de la noche.
Pretendieron también en vano encerrarle en el gabinete y que se quedase allí entretenido con algunas revistas ilustradas que había encima de una mesa. Pero en cuanto lo dejaban solo se escapaba del gabinete y entraba en la habitación del enfermo, y al enfermo entonces le daba la risa y no podía morirse.
-Vamos, Fernando, no seas pesado-, le decía su mujer. -Estos señores han venido a verte morir y tienen prisa. No puedes hacerles esperar tanto tiempo.
El enfermo comprendía que su mujer tenía razón y que, además, estaba poniendo en ridículo al médico, que había hecho sus cálculos y todo.
Pero no podía remediarlo. Era algo más fuerte que él. Aquel caballo en la alcoba le producía una risa, todo lo ridícula que se quiera, pero que le impedía morirse seriamente.
-¿Por qué no le canta usted una romanza a ver si así el caballo se espanta y se va? -le había dicho el médico a una soprano que estaba allí de visita. Pero la soprano cantaba la romanza y el caballo, lejos de asustarse, la escuchaba con entusiasmo, y al final, hasta daba señales de aprobación.
Las visitas, con todas estas cosas, estaban pasando un rato violentísimo, y para que el enfermo se distrajese y no le entrase la risa al ver el caballo, iniciaban conversaciones animadas y acaloradísimas discusiones. Pero era inútil. El enfermo seguía riéndose al ver al caballo y no había manera de que muriese.
-Acabarás poniéndome nerviosa -decía la mujer-; si no fueses tan niño como eres, ya podías haberte muerto hace más de una hora, como te ha ordenado el médico.
-¿Pero, qué quieres que haga? -se disculpaba el marido avergonzado-. Estas cosas no pueden remediarse. Tú también te ríes cuando ves que alguien pisa una cáscara de plátano y se resbala.
-Pero yo no me estoy muriendo como tú  -contestaba su esposa con mucha razón.
El doctor dijo que nunca había conocido un caso semejante y que lo mejor sería celebrar una consulta con otros compañeros.
-¿A quién le parece usted que debemos llamar?
-Yo creo que lo mejor es llamar al doctor Hernández... Sabe unos chistes muy graciosos y con él no se aburre uno nunca.
Y entonces vino el doctor Hernández y en cuanto vio al caballo se puso muy contento y empezó a dar carreras por el pasillo.
El enfermo se puso furioso. "Así no hay manera de morirse".
Y se levantó, se vistió y se fue al Círculo a jugar una partida de póker con sus amigos.
Las visitas y los médicos al poco rato se fueron también.
Y el caballo, lleno de aburrimiento, se quedó dormido en la cocina.
(Ramón Vinyes)