Blogs que sigo

viernes, 28 de febrero de 2014

Elvira Cassi (2)


Érase una vez

Érase una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa del bosque.
-¿Del bosque? El bosque está anticuado. Vaya, todo ese entorno rural ya empieza a cansarme. No es un buen reflejo de la sociedad de hoy. ¿Por qué no la trasladamos a un entorno urbano, para variar?
-Érase una vez una niña pobre, tan hermosa como buena, que vivía con su malvada madrastra en una casa en las afueras de la ciudad.
-Eso está mejor. Pero debo cuestionar muy en serio el adjetivo pobre.
-¡Pero era pobre!
-La pobreza es relativa. Vivía en una casa, ¿no?
-Sí.
-Luego, desde una perspectiva socioeconómica, no era pobre.
-¡Pero el dinero no era suyo! La gracia del relato es que la malvada madrastra la obliga a llevar harapos y a dormir junto a la chimenea...
-¡Ajá! ¡Tenían chimenea! ¿Desde cuándo los pobres tienen chimeneas? Ve al parque, ve una noche a una estación de metro, ve a ver cómo duermen en cajas de cartón. ¡Entonces sabrás lo que es ser pobre!
-Érase una vez una niña de clase media, tan hermosa como buena...
-Para un momento. Creo que podemos eliminar lo de hermosa, ¿no? La mujer de hoy ya tiene que lidiar con demasiados estereotipos físicos intimidatorios, con todas esas bollicaos que salen en los anuncios. ¿No puedes hacerla, bueno, digamos, más normal?
-Érase una vez una niña con un ligero sobrepeso y cuyos dientes frontales sobresalían, que...
-No me parece divertido reírse del aspecto de la gente. Además, estás fomentando la anorexia.
-¡No me burlaba! Me limitaba a describir...
-Sáltate la descripción. Las descripciones oprimen. Pero puedes decir de qué color era la niña.
-¿De qué color?
-Ya me entiendes. Negra, blanca, roja, morena, amarilla. Ahí tienes las opciones. Para tu información: basta ya de blancos. La cultura dominante esto, la cultura dominante lo otro...
-No sé de qué color era.
-Bueno, lo más probable es que fuera del tuyo, ¿no crees?
-¡Pero esto no tiene nada que ver conmigo! Es sobre una niña...
-Todo tiene que ver contigo.
-Me parece que no tienes ganas de oír esta historia.
-Oh, bueno, sigue. Que sea étnica. Eso podría ayudar.
-Érase una vez una niña de raza indeterminada, tan normal de aspecto como buena, que vivía con su malvada...
-Otra cosa. Buena y malvada. ¿No crees que podrías dejar atrás estos epítetos que responden a puritanos juicios morales? Al fin y al cabo, son en gran parte de puros condicionamientos, ¿no?
-Érase una vez una niña tan normal de aspecto como adaptada a su entorno, que vivía con su madrastra, que no era una persona abierta ni cariñosa porque había sido maltratada durante la infancia.
-Mejor. ¡Aunque estoy harta de tantas imágenes femeninas negativas! Las madrastras siempre aparecen como malas. ¿Por qué no la conviertes en un padrastro? Además, así la historia tendría más sentido, considerando la conducta perversa que vas a describir. Introduce látigos y cadenas. Todos sabemos cómo son de retorcidos esos tipos reprimidos de mediana edad...
-¡Hey, espera un momento! Yo soy un hombre de mediana edad...
-Vale, señor Susceptible. No te des por aludido... Esto queda entre tú y yo. Sigue.
-Érase una vez una niña...
-¿Cuántos años tenía?
-No sé. Era joven.
-Esto acaba en boda, ¿no?
-Bueno, no quiero revelarte la trama, pero... sí.
-Entonces puedes borrar esa terminología paternalista condescendiente. Es una mujer, colega. Una mujer.
-Érase una vez...
-¿Qué es eso de érase una vez? Ya basta del pasado. Háblame de ahora.
-Es...
-¿Y bien?
-¿Y bien, qué?
-Y bien, ¿por qué no hay?
(Margaret Atwood)

miércoles, 26 de febrero de 2014

Xavier Vilató


Xavier Vilató Ruiz, conocido artísticamente como Javier Vilató (Barcelona, 11 de noviembre de 1921 - París, 10 de marzo de 2000) desarrolló su carrera como pintor, grabador y escultor, entre Barcelona y París, donde llegó en 1946, gracias a una beca del Instituto Francés.
Sobrino de Pablo Picasso, hijo de su hermana Lola y del neuropsiquiatra Juan Bautista Vilató.
Vilató fue un artista vital, apasionado, enérgico, traductor de la luz y el color mediterráneos que lo acompañaron siempre, tanto en Barcelona, como el Midi francés o los veranos alicantinos. Defendió siempre la autenticidad, huyendo de los conceptos establecidos o de moda. Su obra, tan centrada en los temas de su entorno, expresa una manera de vivir la vida a través del arte.
La estrecha relación de Vilató con su tío llegó a ser casi fraternal, compartiendo tanto intereses artísticos como la atracción por el Mediterráneo o confidencias y secretos amorosos, un hecho que supuso un intercambio recíproco, más allá de ser una relación exclusivamente unívoca. Esto explica, por ejemplo, el papel destacado que Vilató tuvo en 1970 en la donación de las obras de su tío, custodiadas por su familia, en el Ayuntamiento de Barcelona, fondos clave del Museo Picasso.


La nueva escultura 

Munich, 8 junio

No voy nunca a visitar estudios de artistas. Porque me aburro; porque no sé qué decir; porque se encuentran casi siempre las mismas cosas; porque todos ven en mí únicamente al que regala cheques, al mecenas incompetente y fácil de engañar. Pero el otro día me dejé tentar por un escultor checoslovaco, jovencísimo, desconocido, albino, que se llama Matiegka.
-Venga -me dijo -. Verá lo que no podrá ver en ningún museo, en ninguna exposición del mundo. He creado, después de miles de años, una escultura nueva, no realizada jamás por nadie. Cuando salió a abrirme me hizo pasar a una habitación más alta que larga -una especie de pozo con techo de cristal - y sin ventanas. Fuera de algunas sillas y una especie de trípode de hierro en el centro, la habitación estaba vacía; ni yesos, ni bocetos, ni mármoles, nada que revelase el estudio de un  escultor.
-¿Trabaja usted aquí?
-Trabajo aquí -contestó Matiegka -. Siéntese y confiese su sorpresa. Ya le dije, sin embargo que había aprendido a crear lo "nunca visto". ¡Yo también soy escultor! Pero no al modo grosero de todos. La antigua escultura, maciza y pesada, herencia de los egipcios y de los asirios, ha perdido ya toda su actualidad. Correspondía a una civilización religiosa, monárquica, lenta, primitiva. Ahora somos ascetas, anárquicos, dinámicos, cinemáticos. La escultura debe cambiar también. Fabricar estatuas en mármol, en piedra, en bronce -aunque no sea más que en plata o en madera -sería, ahora, como viajar en los carros de los faraones o vestirse con la armadura de Bayardo. Es necesario, ante todo, cambiar la materia. Modelar estatuas de nieve, como hizo Miguel Ángel en el patio del Palacio de los Médicis, o de cera, como ha hecho Medardo Rosso era ya un progreso, pero demasiado tímido. ¿No ha observado nunca a los niños, en las playas del mar cuando construyen figuras de arena? ¿No se le ha ocurrido nunca observar a un artista vendedor de helados que esculpe en la crema y en el hielo? Estos han sido mis maestros.
 »La única solución plástica posible consiste en pasar de la inmovilidad a lo efímero. El arte perfecto, la música, late, pasa y desaparece. El sonido es instantáneo, no perdura, y, sin embargo, es potentísimo. Si todas las artes aspiran a la música, incluso la escultura debe aproximarse a aquella divina cosa pasajera. Le daré ahora mismo el ejemplo.
Al decir esto, Matiegka, con sus manos delicadas, destapó el trípode que se hallaba en medio del estudio y colocó en él una pasta negruzca a la que prendió fuego. Una columna densa y espesa de humo se alzó rectilínea, sobre el brasero. El fantástico escultor cogió una especie de larga paleta con la mano derecha, luego otra con la izquierda, y comenzó velozmente su trabajo, girando en torno al globo alargado de humo, ayudándose, además de los instrumentos, con los brazos y con el aliento. En  menos de un minuto, la oscura columna había adquirido el aspecto de una figura humana, de un fantasma amarillo que a cada instante amenazaba con esfumarse. La masa se había redondeado en la cúspide hasta parecer una cabeza, y, con un poco de buena voluntad, se podían distinguir una veleidad de nariz y el conato de una barbilla. El humo, espeso y graso, como el que sale de las viejas locomotoras en reposo, se dejaba cortar por los mordiscos reiterados de las paletas. Matiegka, palidísimo, se movía como un condenado; arrojaba el humo que amenazaba confundir las dos piernas, soplaba ligeramente sobre los hombros de la aérea estatua para hacerlos más verosímiles, o alejaba el alón humeante que impedía definir las líneas de la obra. Finalmente se separó de su obra, se acercó a mí y gritó:
-¡Mire!  ¡Deprisa! ¡Imprima la forma en su memoria! ¡Dentro de pocos segundos la estatua se desvanecerá como una melodía que acaba!
Y realmente, poco a poco, el humo, alargándose, la deformaba; el fantasma se deshizo, se disolvió en una niebla oscura que, lentamente, desaparecía por una abertura de la claraboya.
-¡La obra maestra ha muerto como mueren todas las abras maestras! -exclamó Matiegka-. ¿Qué importa? Puedo volver a hacer cuantas quiera. Cada obra es única y debe bastar para la alegría un momento único. Que una estatua dure diez siglos o diez segundos, ¿qué diferencia hay con relación a la eternidad, qué diferencia si tanto aquella de mármol como ésta de humo, deben, al final, desaparecer?
Dejé a Matiegka entregado a su entusiasmo, después de haber alabado como mejor supe la innegable originalidad de su arte.
Cuando volvía al hotel pensaba para mí mismo que la nueva escultura tiene, para los mecenas económicos, un mérito enorme; no puede ser conservada ni transportada, y, por tanto, no puede ser tampoco comprada. 
(Giovanni Papini - Gog)

lunes, 24 de febrero de 2014

Puzzle-Mapa de Gervasio Pacheco (2) : México


La llovizna

Desde hace algún tiempo, desde que enriquecí con la dichosa guerra mundial y me casé y vinieron los hijos, no puedo ya contar un cuento. Antes solía contarlos bien. ¡Ay, entonces era libre! Ahora, en cambio: ¡los hijos! ¡Miedo me da que cunda el mal ejemplo! ¿Pero por qué no acierto a decidirme? Quizá porque los negocios me acostumbraron a los testimonios del señor cura, del notario, de un juez o de cualquiera otra persona. "Ahí está don Fulano que lo diga."
Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna corriendo sobre la oscura carretera.
Sí: al timón de mi automóvil, fijos los ojos en los haces de luz que derramaban los fanales del vehículo, traía yo prisa y una rabia contenida, cierto temor inexplicable y muy malos pensamientos, al ver que las luces opacas de unas linternas, como de gentes que con sus manos las moviesen a todo lo ancho del camino, me obstruían el paso.
Ni pitos de sirenas, ni voces que denotaran el hecho de que acabase de ocurrir un accidente desgraciado. "¿No será que tratan de asaltarme? ¿Y quién dice que sean solamente ésos? Habrán de tener cómplices, ocultos a lado y lado. Entonces, entonces... si no paro y los atropello, me disparan los otros por la espalda. Pero, ¡qué demontre!, si aquí traigo cargado mi revólver. ¿A qué, pues, miedo y tales aflicciones? Alguna vez tengo que usarlo" —pensé; apronté el arma, y paré el auto.
—¡Qué hay! —dije brusco y en voz alta.
Los de las linternas se acercaron.
Me parecieron cuatro infelices indios, de ésos que uno en seguida reconoce como el prototipo de nuestros albañiles, mitad obreros industriales y mitad hombres de campo.
A la luz de mis reflectores vi los ocho guaraches de sus pies, mientras se aproximaban. El resto de sus indumentarias eran overoles azules, sombreros de petate y un paliacate colorado al cuello.
—¿Qué hubo? —volví a gritarles.
Entretanto llegaban, con sus linternas en alto, me guardé la pistola debajo de la pretina del pantalón, y para ganar facilidad de movimientos a la hora aviada, desabroché los tres botones inferiores de mi chaleco, prevenido, por si acaso.
—¿Qué hubo? —volví a gritarles cuando los tuve cerca y pude verles las caras.
Uno de ellos, el de mayor edad, ya vejancón, usaba grandes bigotes caídos; dos aparentaban unos treinta años, y el último, el más joven, menos de veinte.
—Patrón —dijo el viejo—, tenemos de precisión que ir a México, porque debemos de entrar tempranito, mañana lunes, al trabajo.
¿Acaso me olvidé? ¿No dije al comienzo que aquella noche de marzo, cuando regresaba de reponer las fuerzas con mi paseo del fin de semana, era la de un domingo? Creo que sí, ¿o no?
A las palabras del viejo, ardido yo por el miedo que me habían hecho pasar y animado de un puntilloso, muy lógico, deseo de venganza, modulé ciertos ruiditos de chistante desdén al par que meneaba en igual manera de significación negativa la cabeza.
—Se nos hizo tarde, jefe —agregó uno de los otros indios.
Era bueno tomarse tiempo de pensar, a la vez que atormentarlos un poco, y así, yo ni aceptaba ni decidía negarme de palabra.
—Por favor, patrón, como ya no pasan los camiones... y como usted lleva nuestro mismo rumbo.
Intervino el más joven:
—Sólo semos albañiles... —y sonrió, inocente o malicioso en alusión velada.
Observé su vista socarrona en un rostro demasiado perspicaz, y tan claro fue para mí lo que insinuaban, que negarme sería como demostrar señales de aquel miedo y rebajarme. ¡Y esto no!
—¡Acomódense ustedes tres en el asiento de atrás! —dispuse—. Tú, viejo, ven adelante conmigo.
Al punto se apagaron las linternas, y a la carrera cumplieron mis órdenes.
No cesaba la llovizna.

Libré del freno a mi automóvil, aceleré y seguí la marcha.
Los de atrás sólo dijeron unas cuantas frases, que recuerdo bien:
—¿Cómo estará Usebita?
—Pos ya ves.
—Tan bonita.
—Tan luciditos sus siete años.
Y en adelante se pertrecharon en un mutismo empecinado. Nada de una risa, ni la menor muestra de expansión, de franqueza propia de habitantes de otras tierras, sino el mutismo ése que impone zozobra, desconfianza, sospechas, o doblega, deprime, aplasta el ánimo. Además, la oscuridad al filo de continuos precipicios... las circunstancias... esa tenaz llovizna fúnebre y hasta las linternas, cuya visión, con sus opacas luces agitándose en la bruma, estaban todavía en mi retina...
De lejos, ya el aliento del viejo despedía tufos de un alcohol tan malo que sentí, ahora de cerca, al volver la cara y hablarme, un asco insoportable. "¡Indio borracho!"
—Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad patrón?
—¡Ujú! —respondí, conteniendo el resuello.
Tras breve silencio, insistió:
—Ni dos dedos, ni dos dedos, ¿no cree, patrón?
"¡Indio borracho!" —pensé de nuevo y no le contesté.
—¿No cree, patrón?
—Sí, claro —dije. Había que armarse de paciencia.
Otro intervalo, y lo mismo:
—Ni tanto así, ¿eh, patroncito?
Y luego, a cada rato:
—Pos ni tantito, ni tantito puede ser... ¿verdad, señor?
Corría el coche a toda su marcha y volví a sentir miedo. ¡Estas cosas del instinto! Ya se sabe lo que son los indios con su lenguaje de retruécanos, y con la misma cantinela; ¿qué querría decir éste, o dar a entender a los otros, que continuaban clavados, fijos, en su mutismo empecinado? ¡Si fuesen de veras piedras, inofensivas piedras... pero son seres humanos!
Por cierto que aún lloviznaba y la carretera estaba desierta, dentro de un negror frío de neblina espesa.
Mis temores venían a ráfagas; mas lograba disiparlos al pensar en la seguridad de mi revólver.
—Ni dos dedos, ¿eh, jefe?
—¡Aja!
—Ni uno...
—¡Ujú!
Y persistía:
—Ni siquiera uno... Ni siquiera un dedo, ni tanto así...
—Claro.
—Porque esta agüita sólo la manda Dios para refrescar las siembritas...
—Naturalmente.
—Para refrescar las siembritas y no para que entre mucho en la tierra... ¿verdad?
—Verdad.
—¿Verdad? ¿Verdad que sí, patrón?
De pronto el motor del automóvil empezó a mostrar síntomas de haberse calentado con exceso.
En cuanto llegamos al primer pueblo, paré y dije a los hombres lo que pasaba.
El viejo se ofreció a ir a una tienda próxima para traer una cubeta de agua.
Y entonces, mientras una luz fuerte destacaba su lejana figura frente al marco de la tienda, el más joven de los tres que se quedaron, acercó su rostro a mis espaldas y dijo desde atrás:
—¡Patrón!
Volví la cabeza.
—Es mi padre, patrón.
Se detuvo como hace todo indio para tomar resuello, y otro dijo:
—El padre está bebido.
El joven continuó:
—Perdone, pos dice todo eso porque venimos de nuestro pueblo a donde juimos a enterrar a mi hermanita… La mera verdá, patrón, que semos albañiles.
Yo no pedía ninguna explicación; pero el tercero añadió aún:
—No quiere que l'almita se moje allí abajo, dentro el cuerpecito.

Continuaron la oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la oscuridad en el camino...
¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó.
Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto. Llueve y recuerdo tal un soplo:
—¿Cómo estará Usebita?
—Pos ya ves.
—Tan bonita.
—Tan luciditos sus siete años.
(Juan de la Cabada)

sábado, 22 de febrero de 2014

Le Corbusier






Le Corbusier, una figura clave de la arquitectura del siglo XX, fue pionero en los estudios de mejora de las viviendas de las clases más bajas y propuso nuevas formas de arquitectura eficiente en ciudades muy pobladas. Le Corbusier fue, a su vez, un artista multidisciplinario, con una obra que se extiende también a la pintura y la fotografía, uniendo arte y arquitectura. 
La muestra es un itinerario completo por todas las fases de la obra de Le Corbusier a través de una extensa colección de dibujos, pinturas, proyectos arquitectónicos y maquetas de edificios, piezas procedentes mayoritariamente de la Fondation Le Corbusier en París y del MoMA de Nueva York. El visitante podrá contemplar desde el trabajo realizado en los primeros años del artista en Suiza, hasta el final de sus días en el Mediterráneo, pasando por Estambul, Atenas, Roma, París, Ginebra, Moscú, Barcelona, Nueva York y la India.
Exposición organizada por The Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York y producida por la Obra Social "la Caixa".

El verdugo Wan Lung

Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming, vivía un verdugo llamado Wan Lung. Era un maestro en su arte, y su fama se extendía por todas las provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes, y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wan Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras escondía detrás de la espalda su espada curva, para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando éste subiera al patíbulo.
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida; pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.
El gran día de Wang Lung llegó por fin, cuando ya tenía setenta y ocho años. En ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis clientes para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre, se encontraba al pie del patíbulo, y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre empezó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:
-¡Oh cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, dijo al condenado:
-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.
(Arthur Koestler - El camino hacia Marx)

jueves, 20 de febrero de 2014

Llibrería Montalt (Malgrat de Mar)


Esto sucedió durante una visita mía a Bagdad, en 1928.
En esa época, yo era corresponsal en el Oriente Medio de la cadena de diarios Ullstein, y me habían enviado para informar sobre una de las crisis habituales de gobier­no en el Irak. Al llegar, solicité una entrevista con el rey Feisal Ibn Hussein. Me recibió Tahsin Bey, el ayu­dante del rey, con un deslumbrante uniforme blanco; lo habían puesto al tanto de mi llegada que, como corres­pondía al representante de la cadena de periódicos más importante de Europa, también había sido anunciada en los diarios locales. Tahsin Bey me recibió amablemente; pero cada vez que yo abordaba el tema de la política, o de mi audiencia con Su Majestad, mi interlocutor des­viaba la conversación y con una sonrisa amistosa me preguntaba qué estudian los muchachos en los colegios europeos. Después de las tazas rituales de café dulce y amargo, y de una conversación que languidecía triste­mente, se puso de pie y dio fin a la entrevista con esta pregunta:
-Y ahora, ¿cuándo tendremos el honor de recibir la visita de su señor padre?
Evidentemente, creía que el representante de Ullstein debía ser un señor respetable, maduro, que había envia­do a su hijo para que lo precediera con una visita de cortesía. Demostré estar a la altura de la situación, res­pondiendo con una urbana reverencia:
-Mon pere, c'est moi.
(Arthur Koestler - La flecha en el azul)

martes, 18 de febrero de 2014

Puzzle-Mapa de Gervasio Pacheco (1) : Brasil


Cangaceiros:

Es el nombre dado a los hombres que vivían en bandas armadas fuera de la ley en el nordeste brasileño desde mediados del siglo XIX hasta la década de 1930. La gran mayoría vivía del robo de grandes haciendas y del bandolerismo, tornándose en un problema social de la región pero pasando a ser parte del folklore brasileño.
Las áridas regiones del oeste de Pernambuco reciben el nombre de sertão, caracterizadas por ser una planicie de poca fertilidad y de vastos prados aptos para el pastoreo, debido a su difícil acceso estas zonas se convirtieron en refugio, durante casi un siglo, de un variopinto grupo de disidentes locales conocidos como los cangaceiros; este nombre surge por el modo de llevar las municiones cruzadas al pecho, como el cangazo que tiran los bueyes.
La gran mayoría de los cangaceiros eran hombres que se dedicaban al bandolerismo, incluyendo entre sus delitos a secuestros, robos de almacenes, violaciones, e incendios, aunque algunos llegaban a incluir a sus familias y esposas en esta clase de vida. Numerosos campesinos pobres apoyaban a los cangaceiros cuando éstos se rebelaban contra los abusos de un fazendeiro, pero la lealtad de los cangaceiros solía cambiar con frecuencia: si bien en ocasiones aterrorizaban a los ricos en defensa de los pobres, otras veces ofrecían sus servicios a los hacendados para someter o dominar a los peones o jornaleros que se mostraban «desobedientes».
El más conocido jefe de estos grupos fue Virgulino Ferreira más conocido por Lampião. Después de la Revolución de 1930, el régimen de Getúlio Vargas desplegó una feroz represión policial y militar contra los cangaceiros al considerarlos "causantes de desorden social"; como resultado a inicios de la década de 1940 casi la totalidad de cangaceiros fueron muertos o capturados.

Ideas de Canario

Un hombre dedicado a los estudios de ornitología, llamado Macedo, contó a un grupo de amigos un suceso tan extraordinario que nadie le creyó. Algunos llegan  a suponer que Macedo  perdió el juicio. He aquí el  resumen del  relato.
A principios del mes pasado -dijo él-, yendo por una calle, pasó un tílburi. A toda carrera que casi me arrojó al  suelo. Pude eludir la embestida saltando al interior de una tienda de baratillos. Ni el estrépito del caballo y del vehículo, ni mi entrada intempestiva hicieron que el dueño del local se incorporara: siguió  durmiendo, allá en el fondo, cabeceando en una silla plegable. Era un guiñapo de hombre, barba de color paja sucia, la cabeza encasquetada en un gorro deshilachado, que probablemente no había encontrado comprador. No se adivinaba en él ninguna historia; sí se podía, en cambio, presumir la de algunos de los objetos que vendía; tampoco se sentía en él la tristeza austera y desengañada de las vidas que fueron vidas.
El local era oscuro, abarrotado de cosas viejas, retorcidas, rotas, ajadas, oxidadas como las que suelen encontrarse en tiendas de ese tipo, todo en ese semidesorden propio de un negocio de compraventa. Semejante hibridez era, en su innegable banalidad, interesante. Ollas sin tapa, tapas sin olla, cotones, zapatos, cerraduras, una pollera negra, sombreros de paja y de felpa, marcos, largavistas, sacones, un florete, un perro embalsamado, un par de chinelas, guantes, macetas, charreteras, una bolsa de terciopelo, dos perchas, una ballesta de bodoque, un termómetro, sillas, una litografía del finado Sisson, un juego de chaquete, dos máscaras de alambre para el próximo carnaval, todo eso y el resto que no vi  o no recuerdo, colgado o expuesto en cajas de cristal, igualmente viejas. Allí dentro había más cosas y en cantidad, y con el mismo aspecto, predominando los objetos grandes, cómodas, sillas, camas, unos sobre otros, perdidos en la oscuridad.
Estaba por salir, cuando vi una jaula colgada de la puerta. Aunque era tan vieja como el resto, faltaba, para que tuviese el mismo aspecto desolador de todo lo demás, que estuviese vacía. No estaba vacía. Dentro de ella saltaba un canario. El color, la vivacidad y la gracia del pajarito infundían a aquel montón de destrozos una nota de vida y de juventud. Era el último pasajero de algún naufragio, que allí había ido a parar íntegro y alegre como antes de la catástrofe. Apenas lo miré, empezó  a saltar hacia abajo y hacia arriba, de varilla en varilla, como si quisiera decir que en medio de aquel cementerio resplandecía un rayo de sol. No atribuyo esta imagen al canario, sino porque me dirijo a gente proclive a la retórica; a decir verdad, él no pensó ni en el cementerio ni en el sol, según me confesó después. Yo, subyugado por el placer que me produjo aquel paisaje, me sentí indignado con el destino del pájaro, y murmuré por lo bajo palabras de amargura.
-¿Quién sería el dueño execrable de este animalillo, que tuvo el coraje de deshacerse de él por algunas monedas? ¿Qué mano indiferente, no queriendo retener a ese compañero del dueño difunto, lo dio de regalo a algún pequeño, que lo vendió para poder comprar golosinas?
Y el canario, deteniéndose en la varilla, trinó lo siguiente:
-Seas tú quien fueres, ciertamente no estás en tu sano juicio. No tuve un dueño execrable, ni fui entregado a ningún niño que me vendiese. Solo una imaginación enferma puede ser capaz de tales conjeturas; ve a tratarte, amigo…
-¿Cómo? -lo interrumpí yo, sin tiempo para asombrarme-. ¿Pretendes hacerme creer que tu dueño no te vendió a esta casa? ¿No fue la miseria o la indolencia quien te trajo a este cementerio como un rayo de sol?
-No sé que quiere decir sol o cementerio. Si los canarios que has visto suelen usar el primero de esos nombres, tanto mejor,  porque es lindo, pero presumo que te  confundes.
-Perdón, pero tú no estás aquí por propia iniciativa; alguien debió traerte, salvo que tu dueño haya sido desde siempre el hombre que está allí sentado.
-¿Dueño? El hombre que está allí sentado es mi criado, me da agua y comida todos los días. Con tal regularidad que yo, si tuviese que pagarle sus servicios, debiera contar con mucho; pero los canarios no pagan a sus criados. En verdad, si el mundo es propiedad de los canarios, sería extravagante que ellos pagasen  por lo que hay en él.
Pasmado por las respuestas, no sabía qué admirar más, si el lenguaje o las ideas. El lenguaje, aunque me parecía humano, salía del ave en trinos graciosos. Miré a mi alrededor, para cerciorarme de que estaba despierto; la calle era la misma, el local era el mismo sitio oscuro, triste y húmedo. El canario, moviéndose de un lado a otro, esperaba que yo le hablase. Le pregunté entonces si tenía nostalgia del espacio azul e infinito…
-Pero, mi querido amigo, -trinó el canario-,  ¿qué quiere decir  espacio azul e infinito?
-Perdóname, pero… ¿qué piensas de este mundo? ¿Qué  es el mundo?
-El mundo, -retrucó el canario con aire profesoral-, el mundo es una tienda de baratillos, con una pequeña jaula de tacuara cuadrada que cuelga de un clavo; el canario es el señor de la  jaula que habita y del negocio que la rodea. Todo lo demás es ilusión y mentira.
En eso estábamos cuando el viejo se despertó y se acercó a mí arrastrando los pies. Me preguntó si quería comprar el canario. Indagué si lo había adquirido como el resto de los objetos que vendía, y supe que sí, que lo comprara a un peluquero, junto con una colección de navajas.
-Las navajas están en muy buen estado -concluyó él.
-Lo que  quiero es el  canario.
Le pagué lo que quería. Mandé a comprar una jaula más amplia,  circular, de madera y alambre, pintada de blanco y ordené que la ubicasen en el balcón de mi  casa, de dónde el pajarito podía ver el jardín, la fuente y un poco de cielo azul.
Yo tenía la intención de realizar un largo estudio del fenómeno, sin decir nada a nadie, hasta poder asombrar al siglo con mi extraordinario descubrimiento. Empecé por alfabetizar la lengua del  canario, por estudiar su estructura, las relaciones con la música, los sentimientos estéticos del ave, sus ideas y reminiscencias. Tras este análisis filológico y psicológico, me introduje decididamente en  la historia de los canarios, su origen, los primeros siglos, geología y flora de las islas Canarias; traté de saber si se trataba de un pájaro con sentido de la orientación marítima, etcétera. Conversábamos largas horas; mientras yo tomaba mis apuntes, él  esperaba, saltando de aquí  para allá, trinando.
No teniendo más familia que dos criados, les ordenaba que no me interrumpiesen, ni siquiera cuando el motivo fuese una carta o un telegrama urgente, o alguna visita de importancia. Dado que ambos estaban al  par de mis ocupaciones científicas, la orden les pareció natural, y no sospecharon que el canario y yo nos entendíamos.
Demás está decir que dormía poco, me despertaba dos  o  tres veces en la noche, deambulaba, me sentía afiebrado. Finalmente, retornaba al trabajo, para releer, agregar, corregir. Rectifiqué más de una observación, ya sea porque la entendí mal, o porque él no me la había expresado con claridad. La definición del mundo fue una de ellas. Tres semanas después de la entrada del canario a mi casa, le pedí que me repitiese esa definición.
-El mundo, -respondió él-, es un jardín muy basto con una fuente en el medio, flores y arbustos, algo de césped, aire claro y un poco de azul en lo alto; el canario, dueño del mundo, habita en una jaula amplia, blanca y circular, de donde contempla cuanto lo rodea. Todo lo demás es ilusión y mentira.
El lenguaje también sufrió algunas rectificaciones, y a ciertas conclusiones, que al principio me habían parecido simples, luego  las vi como temerarias. Aún no podía escribir la monografía que habría de enviar al Museo Nacional, al Instituto Histórico y a las universidades alemanas, no porque me faltase información, sino porque deseaba, ante todo, acumular las observaciones necesarias y ratificarlas. En los últimos días, no salía de casa, no contestaba las cartas, no quise saber nada de amigos ni de  parientes. Todo yo era un canario. De mañana, uno de los criados tenía a su cargo limpiar la jaula y ponerle agua y comida. El pajarito no le decía nada, como si supiese que a aquel hombre le faltaba formación científica. La atención que, por lo demás, le concedía el sirviente, era absolutamente sumaria: él no amaba a los pájaros.
Un sábado amanecí enfermo, la cabeza y la columna me dolían. El médico ordenó reposo total; estaba agotado por el exceso de estudio, no debía leer ni pensar; ni siquiera debía enterarme de lo que ocurría en la ciudad y en el mundo. Así estuve cinco días; al sexto me  levanté y solo entonces supe que el canario, mientras el criado se ocupaba de él, había huido de la jaula. Lo primero que sentí fueron ganas de estrangular al criado; la indignación me sofocó, caí en la silla, mudo, alelado. El culpable se defendió, juró haber tomado todos los recaudos, el  pajarito había logrado  huir gracias a su astucia…
-¿Pero no lo buscaron?
-Sí, señor; al principio se trepó al tejado, yo lo  seguí, el huyó, fue hacia un árbol, después se escondió no sé dónde. Desde ayer no hago más que averiguar, pregunté a los vecinos, a los jardineros de las quintas cercanas, nadie sabe nada.
Sufrí mucho; felizmente el agotamiento estaba superado, y luego de algunas horas pude salir al balcón y al jardín. Ni rastros del canario. Pregunté, corrí de aquí para allá, pedí que me informaran y nada. Ya había organizado las notas para redactar la monografía, que de todas maneras quedaría truncada e incompleta, cuando fui a visitar a un amigo, dueño de una de las quintas más hermosas y grandes de los alrededores. Paseábamos por ella antes de cenar, cuando oí  trinar esta pregunta:
-Hola, señor Macedo ¿por dónde andaba que hace tanto que no lo  veo?
Era el canario; estaba en la rama de un árbol. Pueden imaginarse cómo me quedé, y lo que le dije. Mi amigo creyó que yo  estaba loco; ¿pero qué me importaba lo que podía pensar? Le hablé al canario con ternura, le pedí que prosiguiéramos nuestra conversación, en nuestro tan querido mundo, compuesto por un jardín y una fuente, un balcón y una jaula blanca y circular…
-¿Qué jardín? ¿Qué fuente?
-Nuestro mundo, mi querido pajarito.
-¿Qué mundo? Tú  no pierdes tus malas costumbres de profesor. El mundo, concluyó solemnemente, es un espacio infinito y azul, con un sol en lo alto.
Indignado, le respondí que, si  tuviese que creerle, el mundo podía ser cualquier cosa; hasta una tienda de baratillos…
-¿Una tienda de baratillos? -trinó él a pulmón pleno-. ¿Es que acaso existen las tiendas de baratillos?

(Joaquim Machado de Assis)

domingo, 16 de febrero de 2014

Sorteo

Y bien, amigos, nos toca a Marcapaginasporuntubo organizar el sorteo de esta quincena. Entrarán en él todos los comentarios publicados en cada una de las entradas de este blog desde hoy hasta las 24 horas del día 28. Para ello os ofrecemos 8 mps de Bibliotecas del País Vasco "Paisajes del mundo" (colorido, cultura, diversidad, tolerancia), 6 de la Editorial dÉpoca y los dos últimos editados por la Sombrerería Albiñana... Y que Dios reparta suerte.








El comentario premiado se hará público el 1 de marzo. 
El siguiente sorteo tendrá lugar en el blog de Chelo, Algo más que papel.

viernes, 14 de febrero de 2014

14 de Febrero

(Joan Gabarró es el autor de los marcapáginas que ilustran esta entrada)

         

         


A veces...

A veces tengo ganas de ser un cursi
para decir: La amo a usted con locura.
A veces tengo ganas de ser tonto
para gritar: ¡La quiero tanto!
A veces tengo ganas de ser niño
para llorar acurrucado en su seno.
A veces tengo ganas de estar muerto
para sentir, bajo la tierra húmeda, de mis jugos,
que me crece una flor rompiéndome el pecho,
una flor, y decir: Esta flor,
para usted.

(Nicolás Guillén)

(A Marga)

miércoles, 12 de febrero de 2014

Sombrerería Albiñana ... ¡¡¡Chapó!!!


Primer premio del IV Concurso de Microrelatos convocado por Sombrerería Albiñana

Período de prueba

-Ése -le dije a la dependienta sin dudar.
-¿Éste? -preguntó ella entregándome el sombrero gris del escaparate. Me lo encasqueté y esperé las impresiones que mi aspecto causaba entre los demás clientes.
-Me recuerda usted al actor de Casablanca -dijo una sesentona que en ese momento elegía una pamela. Sonreí a la mujer, apagué la grabadora y salí de la sombrerería con otra prueba irrefutable, un testimonio más para cerrarle la boca al incrédulo de mi psiquiatra, que se niega a darme el alta definitiva negándose a asumir que soy el hijo legítimo del gran Bogart.
(Trini Pestaña Yáñez)


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Liti