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viernes, 31 de enero de 2014

Matbc - Museu Arxiu Tomás Balvey


El eje vertebrador del museo (Museu de Cardedeu) es la antigua farmacia Balvey, con mobiliario original de 1780, y la colección completa de botes y frascos (1812), todavía con las antiguas sustancias, materia prima de los preparados farmacéuticos de la época. Como complemento encontrará el jardín botánico de plantas medicinales, con cuatro ambientes del mediterráneo (húmedo, alta montaña, rocas y ambiente seco) y un ámbito dedicado al huerto del farmacéutico: plantas cultivadas aplicadas directamente en la preparación de los fármacos.

Un viaje o El mago inmortal

El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.
Don Quijote, II, 22

Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costum­bre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul...
En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda -calculo que se le alargó una cuarta la cara- me pro­metí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda? Procuré leer. Entre mis peta­tes encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté -ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para par­padear- me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de me­dialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chauffeur del taxímetro le ordené: «Al hotel Cervan­tes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solita­rio, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alham­bra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
-Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habita­ción.
No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratar­se a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared mediane­ra y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansan­cio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pen­sando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi en­trada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apos­tada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta girato­ria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la Plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pron­to y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí con­templé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy her­mosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, por­que el recuerdo de las muchachas era demasiado vívido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
-¿Vamos a dormir la siesta?
Me pregunté si yo soñaba -lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo- cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, refle­xioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas ca­lles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modela­da, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele bus­carnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meter­me en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anu­dado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
-Señor, lo que es mío, es suyo.
Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuen­ta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enor­midad de mi cama camera, me volteó el sueño.
A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.
Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán us­tedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergon­zara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y compren­dí que me exponía a quién sabe qué improperios.
Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el pro­grama del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abar­caba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhaus­to. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspi­raba, respiraba, resoplaba -sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico- y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su dis­creto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agoniza­ra babeando.
La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, til­daba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa -un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando-, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me conges­tionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubiola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.
Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba su voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojue­lo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, compro­bé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcada­mente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».
Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre; con su reposo actual me ofendía aún más que antes.
Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho.» Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.
Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levan­té paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la perua­na. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.
Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y que estaba completamente solo.
-¿Puedo hacer la pieza? -preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.
-Cómo no -contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.
En cuanto el viejo se alejó, articulé:
-Permiso ¿puedo pasar?
Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras de­partía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.
Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me di­jeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airada­mente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y man­darlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
Al entregar la llave, pregunté:
-¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía? Consultaron libros y respondieron:
-Merlín.
El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.
(Adolfo Bioy Casares)

     

miércoles, 29 de enero de 2014

Cartells de Cinema




El niño lobo del Cine Mari                     

La doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se desarrollaba dentro del pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían originado aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan exuberante: el niño era un pequeño cometa que tocaba a la carga en el desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor de una laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa; entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello que había sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se concretase de un modo más claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y feroz pirata. Una vez más, la doctora observó perpleja las formas de aquellas ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales. Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño.
Las ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.

El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari. Tendría unos nueve años e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines blancos.
La máquina echó abajo la última pared del sótano, en la que se marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes seccionados de las tuberías y, tras la polvareda, apareció el niño, de pie en medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fijamente a la máquina, que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
-¿Qué haces ahí, chaval? ¡Quítate ahora mismo!
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, lo sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad. Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí antiguo y el perenne mutismo desconcertaban a los guardias. Al día siguiente, las dos emisoras daban la curiosa noticia y en el periódico, por la mañana, salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos ojos fijos y ausentes.

La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a oírse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo y sus ojos bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o súbito interés.
La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el regazo.
-Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y absorto.
Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la redacción con la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hacía treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dureza. Le acompañaba una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie de fotos de primera comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle el niño a la señora, al menos mientras el caso se aclaraba definitivamente.
El hecho de que un niño desaparecido treinta años antes -en un suceso misterioso que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de venganzas oscuras- apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal acontecer, que a partir del momento en que se le atribuyó aquella identidad ni la prensa ni la radio volvieron a hacerse eco de la noticia, como si el voluntario silencio pudiese limitar de algún modo lo monstruoso del caso.
El asunto era objeto de toda clase de hipótesis, comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más adecuado sería darle a la madre la enhorabuena o el pésame.

Al reaparecido le llamaron «el niño lobo» desde que ingresó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo impropio de la denominación, ya que el niño no manifestaba ningún comportamiento por el que pudiese ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino sólo una especie de catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno, virgen de presencia humana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto. El niño la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella sabía que era inútil animarle. Aquel supuesto propósito era sólo una figuración suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos. Era una verdadera pena.
-Hoy te voy a llevar al cine -dijo la doctora.
Primero, lo reconocieron en la Residencia. Luego, la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre en provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados. Cuando volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque las hermanas hablaban de llevarlo a California, donde al parecer las cosas del cerebro estaban muy estudiadas, la madre se había acostumbrado ya a la presencia inerte de aquel gran muñeco de carne y hueso y posponía la decisión de separarse de él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la Residencia, donde la doctora lo miraba todas las semanas. La doctora era bastante joven y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las connotaciones médicas y científicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad de aquel pequeño ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales, le había sugerido la idea de llevarlo al cine. La doctora era poco aficionada al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural, de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con bastantes esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos solía emplearlos en la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional  -y más como ejercitando un obligado rito colectivo, donde lo menos significativo era el espectáculo en sí- asistía a la proyección de alguna película que la publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente importante.
La idea le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al cine Emperador. Al parecer, se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes, que se pregonan como muy apropiadas al público infantil, con batallas espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de proyección. El niño se había acurrucado en la butaca y miraba la pantalla con una avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba a desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla por un espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La nave perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es alcanzada por los disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos. El vencedor llega para conocer su presa. Es una estampa atroz: una figura alta, oscura, con un gran casco negro parecido al del ejército, cuyo rostro está cubierto por una máscara metálica, también negra, que recuerda en sus rasgos una mezcla imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles, cerdos, caretas antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con fuerza la de la doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le miró de cerca, al reflejo de las grandes imágenes multicolores. En los ojos infantiles persistía aquella mirada inteligente, absorta en la peripecia óptica, y la doctora sintió una alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus robots llegan a un desierto reverberante, cuya larga soledad sólo presiden los restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color, en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se distrajo en aquella insólita aventura y no percibió que el niño había soltado su mano. El niño había soltado su mano y atravesaba la oscuridad multicolor de la sala, ascendía por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como disimulado polizón.
La nave recorría rápidamente el espacio oscuro, lleno de estrellas, que la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del cielo para prevenir la aparición del enemigo.

Al fin, la doctora se dio cuenta de que el niño había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.
(José Mª Merino)

¡Tócala otra vez, Sam!

lunes, 27 de enero de 2014

Mucha - Praga








El poeta

De noche a veces no puedo dormir,
duele la vida,
entonces juego poetizando con las palabras,
las malas y las dóciles,
las untuosas y marchitas,
nado afuera en su silencioso mar como un espejo.
Remotas islas con palmeras se levantan azules,
en la orilla sopla un viento perfumado,
en la orilla juega un niño con conchas coloreadas,
en un verde cristal se baña una mujer blanca como la nieve.

Así como sobre el mar las ondeantes tormentas de colores
sopla sobre mi alma el sueño de los versos,
destilan voluptuosidad, se cubren de luto mortal,
bailan, corren, quedan como perdidos,
se visten con un modesto vestido de palabras,
cambian infinitamente su sonido, forma y semblante,
viejísimos parecen y están no obstante tan llenos de fugacidad.

La mayoría de la gente no entiende de esto,
toman los sueños por locura, y a mí como un caso perdido,
así me miran comerciantes, periodistas y profesores.
Otros en cambio, los niños y algunas mujeres,
lo saben todo y me aman como yo a ellos,
pues también ellos miran el caos en las imágenes del mundo,
porque también a ellos la diosa les prestó el velo.

(Hermann Hesse)


Marcapaginasporuntubo dedica esta entrada a Enri

sábado, 25 de enero de 2014

Zsech four you

      
(Continuación)
II

Había pasado algo.
Era un jueves antes del domingo Jubilate -tercero después de Pascua-, cuando llegó el señor Schlegl y ocupó su sitio de costumbre. Se sentó, llenó su pipa, la encendió, echando humo como una chimenea. Entró el hostelero y se dirigió directamente a él. Dio unos golpecitos en la tapa de la cajita de rapé, ofreciéndola. Cuando volvió a cerrar la cajita observó, mirando al mismo tiempo la puerta:
-¿De modo que hoy no veremos al señor Rysanek?
El señor Schlegl no contestó nada, con la indiferencia de una mirada de estatua en el vacío.
-Allí, el señor médico mayor lo ha dicho -siguió contando el hostelero, de espaldas a la puerta y mirando al señor Schlegl-. Se levantó por la mañana como de costumbre; de repente sintió un escalofrío en todo el cuerpo, tan fuerte, que tuvo que volver a acostarse en seguida, y con toda urgencia se avisó al doctor. ¡Una pulmonía! El médico mayor le ha visto hoy tres veces. Es un hombre viejo ya. Sin embargo, está en buenas manos; no hay que perder la esperanza.
El señor Schlegl tosía ligeramente, con los labios cerrados. En su mirada no había el más leve cambio ni la más ligera vacilación. El hostelero se fue a la mesa inmediata.
Yo estaba pendiente de la cara del señor Schlegl. Durante largo rato quedó inmóvil por completo; luego sólo entreabrió los labios para dejar salir el humo, y alguna que otra vez cambió la boquilla de la pipa de un ángulo de la boca al otro. Después se le acercó uno de sus amigos. Conversaron, y algunas veces el señor Schlegl se rió a carcajadas. Me repugnaba su risa.
En realidad, el señor Schlegl se comportaba decididamente de una manera distinta a la de costumbre. Otras veces parecía clavado en su sitio como un centinela en su puesto de guardia; ahora estaba desasosegado, inquieto. Hasta emprendió una partida de billar con el señor Kohler, el tendero. Tuvo suerte en cada partida hasta que llegó el dublé, y confieso que casi me alegré de que no acertara ni una vez en la tacada final, en la que el señor Kohler le alcanzaba siempre.
Después volvió a sentarse y bebió. Cuando se le acercaba alguien hablaba en voz más alta y pronunciaba frases más largas que de costumbre. No se me escapó el menor movimiento suyo; vi claramente que experimentaba una alegría interior y que no tenía ni el sentimiento más elemental de condolencia hacia su enemigo enfermo. Total: que volvió a hacérseme sumamente antipático.
Algunas veces su mirada se dirigía de manera furtiva hacia el aparador, cerca del cual estaba sentado el médico mayor. Es seguro que hubiera querido recomendar a éste que no se preocupase demasiado por el enfermo. Un hombre malo, decididamente malo.
Hacia las ocho se fue el médico mayor. Se paró ante la tercera mesita.
-Buenas noches -dijo-; tengo que ver todavía al señor Rysanek. Hay que tener mucho cuidado.
-Buenas noches -contestó el señor Schlegl, fríamente.
Aquella tarde bebió Schlegl cuatro tercios y se quedó hasta las ocho y media.
Pasaron los días, pasaron las semanas. Después de un abril frío y desapacible vino un mayo con una temperatura muy agradable y tuvimos una primavera maravillosa. Cuando mayo se porta bien, la Malá Strana es un paraíso. El Petrin es una flor blanca, como si por todas partes brotara la nata sabrosa, y la Malá Strana está envuelta en el aroma de las blancas lilas.
El señor Rysanek se vio al fin fuera de peligro. La primavera había tenido para el enfermo el efecto de un bálsamo. Con frecuencia me lo encontraba tomando el sol en el parque. Andaba despacio, apoyándose en un bastón. Antes no tenía nada de gordo, pero ahora era incomparablemente más seco todavía. Su mandíbula inferior ya no volvió a cerrarse. No falta más que sujetarle esa mandíbula con un pañuelo, cerrarle los ojos y ponerle en el ataúd. Pero de repente volvió a cobrar fuerzas.
No iba a la fonda de Stajnic. Allí reinaba, en la tercera mesita, hasta entonces, el señor Schlegl solo. Y allí se sentaba y se movía como le daba la gana.
Llegaron los últimos días de junio y, precisamente el día de San Pedro y San Pablo, volví a ver a los dos viejos sentados ante la misma mesa. Otra vez estaba allí el señor Schlegl como clavado al banco y los dos de espaldas a la ventana.
Los vecinos y amigos acudieron a dar al señor Rysanek la enhorabuena, felicitándole de todo corazón, y el viejo, agradablemente emocionado, cabeceaba, se reía y hablaba lo menos posible. Aún estaba débil. El señor Schlegl miraba a la mesa de billar y fumaba.
Cuando le dejaron solo un momento, el señor Rysanek dirigió su mirada hacia el aparador, donde estaba sentado su médico: ¡un alma agradecida!
Precisamente en el instante en que el señor Rysanek tornó a mirar hacia el mismo sitio, el señor Schlegl volvía su cabeza hacia su vecino para observarle. Su mirada pasaba despacio, desde el suelo, por todo el cuerpo del señor Rysanek, recorriendo las rodillas puntiagudas, deteniéndose ante la mano, que reposaba en la esquina de la mesita como un esqueleto cubierto de piel, y subiendo, en fin, hasta llegar a la mandíbula desquiciada y a la cara pálida. Pero todo fue cuestión de un segundo, y en seguida volvió a apartar los ojos de su rival y a tener la cabeza derecha.
-¡Hombre! ¡Vaya una alegría! ¡Otra vez bueno! -exclamó el hostelero, llegando en aquel momento de la cocina o de la cueva. Tan pronto había entrado y visto al señor Rysanek, se dirigió a él apresuradamente-. ¡Otra vez bueno y entre nosotros! ¡Alabado sea Dios!
-¡Gracias a Dios, gracias a Dios! -contestó el señor Rysanek, sonriéndose-. Esta vez logré escapar. ¡Ya me siento como es debido!
-¿Pero el señor Rysanek no fuma? ¿Todavía no le gusta la pipa?
-Hoy me parece que tengo ganas por primera vez. ¡Fumaré!
-Bueno, bueno. ¡Eso está bien! -cerró su tabaquera, le dio unos golpecitos, volvió a abrirla, ofreciéndola al señor Schlegl, con unas cuantas palabras, y se fue.
El señor Rysanek sacó la pipa y buscó en el bolsillo de su americana el bolso con el tabaco. Sacudió ligeramente la cabeza y volvió a buscar, y como a la tercera vez no encontraba el bolso, llamó a un camarero y le dijo:
-Acércate a mi casa. ¿Tú sabes dónde vivo? Aquí en la esquina. Di que te den mi bolsa de tabaco, que tiene que estar sobre la mesa.
El camarero salió apresuradamente.
En este momento se movió el señor Schlegl. Alargó su mano derecha despacio hacia su bolso abierto y le acercó hasta ponerlo casi delante del señor Rysanek.
-Si usted gusta, tengo una mezcla de Tres Reyes con cuarterón -dijo en su tono seco; y después tosió ligeramente.
El señor Rysanek no contestó nada; ni miró siquiera. Su cabeza se hallaba vuelta del otro lado, tan indiferente como durante los once años anteriores.
Algunas veces movió la mano, como animado por un impulso interior, pero su boca permanecía cerrada.
La mano derecha del señor Schlegl quedó pegada a la bolsa, sus ojos se clavaron en el suelo, y tan pronto se envolvía en humo como tosía cual si tuviera algo en la garganta.
En este momento volvió el camarero.
-¡Muchas gracias, ya tengo mi bolsa, mire! -exclamó entonces el señor Rysanek, dirigiéndose, aunque sin mirarle, al señor Schlegl-. Yo también gasto la misma mezcla de Tres Reyes con cuarterón -añadió después de un rato, como si hubiera comprendido que tenía algo más que decir.
Llenó su pipa, la encendió y fumó.
-¿Le gusta? -gruñó, después de un rato, el señor Schlegl, con voz cien veces más áspera que la de costumbre.
-Gracias a Dios, me gusta.
-Y tanto que gracias a Dios -repitió el señor Schlegl. Los músculos de su rostro se contrajeron como si una luz, al fin, resplandeciera en el cielo oscuro.
Y en seguida añadió:
-Ya teníamos miedo aquí de que le fuera a pasar algo. Sólo entonces el señor Rysanek volvió la cabeza hacia su interlocutor. Las miradas de los dos hombres se encontraron.
Y desde aquel instante se hablaron el señor Rysanek y el señor Schlegl en la tercera mesita de la fonda de Stajnic.
(Jan Neruda)