Una de las primeras entradas de este blog (4/4/2013) fue para Satori. Todos los coleccionistas de marcapáginas, lectores habituales, sabemos que Satori es una editorial dedicada a la cultura nipona y apreciamos la belleza y delicadeza de sus marcapáginas. Hoy nos complace abrir una segunda entrada con algunos de los recibidos últimamente. Las páginas de su catálogo muestran el exquisito cuidado que ponen en todas sus publicaciones.
(Nuestro catálogo de marcapáginas de Satori aquí y en Punts de llibres lliures)
Esperando
Todos
los días voy a la pequeña estación de tren a buscar a alguien. Quién es ese
alguien, no lo sé.
Siempre paso por ahí después
de hacer las compras en el mercado. Me siento en una fría banca, pongo la cesta
de las compras sobre mis rodillas, y miro abstraídamente hacia los molinetes.
Cada vez que llega un tren, una multitud de pasajeros es escupida hacia afuera
desde las puertas de los vagones. La muchedumbre avanza en tropel hacia los
molinetes, y las personas, todas con la misma cara de enojo, sacan los pases y
entregan los boletos. Luego, sin mirar hacia los costados, caminan
precipitadamente. Pasan por delante de mi banca, salen hacia la plaza que está
frente a la estación, y se van cada uno por su lado. Yo sigo sentada
distraídamente. ¿Qué sucedería si alguien sonriese y me hablase? ¡Ay no, por
Dios! La mera posibilidad me pone tan nerviosa que me estremezco de sólo
pensarlo, como si me hubieran echado agua fría en la espalda. No puedo
respirar. Y sin embargo, continúo esperando a alguien todos los días. ¿A quién
podría ser que estuviera esperando? ¿A qué tipo de persona? Pero quizás lo que
estoy esperando no sea un ser humano. Odio a los seres humanos. En
realidad les tengo miedo. Cada vez que estoy cara a cara con alguien diciendo
cosas como “¿qué tal, cómo está?”, o “¡cómo refrescó!”, saludando sólo para
cumplir, siento que soy la persona más falsa del mundo. Me pone tan
terriblemente mal que quiero morirme. Y las personas con las que hablo se ponen
a la defensiva sin razón, me hacen vagos cumplidos, y comentan sentenciosamente
impresiones que no tienen en verdad. Su cautela mezquina me hace sentir triste:
el mundo es cada vez más repugnante y no puedo soportarlo. La gente intercambia
tensos saludos desconfiando unos de otros hasta cansarse, y así pasa la vida.
A mí no me gusta encontrarme
con gente. Por eso, a no ser que hubiera una razón excepcional, nunca visitaba
a amigos. Lo más cómodo ha sido para mí estar en casa con mi madre cosiendo,
las dos solas, en silencio. Pero finalmente estalló la guerra, y el ambiente se
puso tan tenso, que empecé a sentirme culpable de quedarme en casa todo el día
sin hacer nada. Me sentía angustiada y no podía relajarme en absoluto. Quería
hacer una contribución directa trabajando tan duro como pudiese. Perdí toda fe
en la vida que había llevado hasta ese momento.
No
soporto quedarme en casa en silencio. Sin embargo cuando salgo me doy cuenta de
que no tengo ningún lugar adonde ir. Así que hago las compras, y al regresar,
paso por la estación y me siento distraídamente en la fría banca. Tengo la
ilusión de que alguien venga, pero si esa persona realmente apareciera, ¿qué haría?
La idea me da pánico, pero estoy resignada. Si eso sucede, voy a entregarle mi
vida: estoy preparada y ese momento marcará mi destino. Estos sentimientos de
resignación y fantasías impudentes se entretejen de una forma muy extraña. La
sensación me agobia de un modo sofocante. El mundo alrededor se enmudece; la
gente que va y viene en la estación aparece pequeña y lejana, como si estuviera
mirando por un telescopio al revés. La sensación es vaga, como si estuviera
soñando despierta, como si no supiera si estoy viva o muerta. ¡Ay! ¿Qué cosa
estoy esperando? Acaso yo no sea más que una mujer obscena. Todo eso del
estallido de la guerra, lo de sentirme angustiada, de trabajar duro porque
quiero ser útil, quizás sólo sea una mentira, una excusa noble para tratar de
encontrar una oportunidad de materializar mis fantasías indiscretas. Me siento
aquí con mirada perdida, pero en el fondo, dentro de mí puedo ver cómo flamea
la llama de mis deseos obscenos.
¿Pero, a quién diablos
espero? No tengo en absoluto una idea clara, solamente una imagen vaga y
confusa. Y sin embargo, continúo esperando. Desde el estallido de la guerra
paso por aquí todos los días a la vuelta de las compras y me siento en esta
fría banca a esperar. ¿Y si alguien me sonriera y me hablara? ¡Ay, no!, no es
usted a quien estoy esperando. Entonces, ¿a quién? ¿Qué espero? ¿Un marido? No.
¿Un novio? No, para nada. ¿Un amigo? De ningún modo. ¿Dinero? Es ridículo. ¿Un
fantasma? ¡Ay no, por favor!
Algo más apacible y alegre,
algo maravilloso. No sé qué. Por ejemplo, algo como la primavera. No, no es
eso. Hojas verdes. El mes de Mayo. El agua fresca y cristalina fluyendo a
través de los campos de trigo. No, tampoco es eso. Ay, y sin embargo sigo
esperando, con el corazón palpitante. Las personas pasan unas tras otras
delante de mis ojos. No es aquello, ni esto. Con la cesta de compras en mis
brazos, me estremezco y espero con todo mi corazón. Le pido a usted por favor
que no me olvide. Por favor no olvide a la chica veinteañera que viene todos
los días a la estación y regresa a su casa sintiéndose vacía. Por favor
recuérdeme, y no se ría de mí. No voy a decirle el nombre de la estación.
Aunque no lo haga, usted me verá algún día.