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martes, 27 de agosto de 2013

Aurelio Suárez


Nació en la ciudad de Gijón. Su personal mundo artístico, onírico y surrealista, se mezcla con imágenes de su mundo más cercano: la ciudad, sus gentes y sus autorretratos. Realiza, como otros artistas de la época, tiras cómicas para revistas y periódicos e incluso trabajó decorando lozas, platos y cerámicas.
La principal corriente artística en la que trabaja es el surrealismo realizando también algunas series que cubren otros estilos artísticos.
En la obra de Aurelio Suárez debemos destacar su portentosa imaginación creadora como el nexo de unión entre todos sus cuadros.
Su firma, invertida, está siempre acompañada de la rúbrica de un pez.

EL TRAJE DEL PRISIONERO                             

El Buche, el cerillero, llegaba antes que nadie a la estación de al-Zagazig cuando iba a pasar el tren. Recorría los andenes incomparablemente ligero, ojeando a los clientes con sus ojos pequeños y ex­pertos. Si alguien hubiese preguntado al Buche por su trabajo, el Buche habría echado pestes de él. Por­que el Buche, como la mayoría de la gente, estaba harto de su vida, descontento con su suerte. Si hu­biese sido dueño de elegir, hubiera preferido ser chó­fer de algún rico y vestir ropa de effendi y comer lo mismo que el bey y acompañarle a sitios selectos en todo tiempo; una manera de ganarse la vida que parecía diversión, placer. Tenía además otros moti­vos particulares y razones sutiles para desear un tra­bajo como aquel; lo deseaba desde un día en que vio cómo el Fino, el chófer de uno de los Importan­tes, paraba a la Nabawiyya, la criada del comisario, y la requebraba, descarado y seguro. Incluso, una vez, oyó que le decía frotándose las manos satisfe­cho: «Pronto vendré con el anillo...» Y vio que la joven sonreía con arrumaco mientras levantaba el borde de la milaya como si lo estuviese arreglando (lo que quería es que se viera su pelo negrísimo y abrillan­tinado). Vio aquello y el corazón se le inflamó y los celos le mordieron dolorosamente; los ojos de ella eran sus dolores y sus enfermedades. La siguió a poca distancia y en una calleja le salió al paso aquí y allí e hizo volver a sus oídos lo que le había dicho el Fino: «Pronto vendré con el anillo». Pero ella tor­ció la cabeza, frunció la frente y dijo desdeñosa: «Mejor cómprate unos zuecos». Y él se miró los pies como si fueran una sima de significados misterio­sos, su galabeyya sucia, su taqiyya mugrienta y se dijo: «Éste es el motivo de mi miseria y el ocaso de mi estrella», y envidió al Fino, su trabajo y su suerte... Sólo que estas esperanzas, en lugar de apartarle de su oficio le hacían enfrascarse en él con mayor afán y satisfacer sus esperanzas con sueños.
Aquella tarde subió a la estación con su caja a atender al tren del crepúsculo que todavía no era más que una nube de humo en el horizonte, pero que avanzaba, se acercaba. Ya se distinguían las distintas unidades y se percibía el estrépito; ya es­tá parado junto a los andenes... Al lanzarse a los vagones vio el Buche con sorpresa que en las puer­tas había centinelas y que por las ventanillas aso­maban caras extrañas con ojos ausentes, rotos. Pre­guntó y le enteraron de que eran prisioneros italia­nos que habían caído a montones en manos del enemigo y que les conducían a campos de concen­tración.
El Buche se quedó perplejo pasando los ojos por los rostros polvorientos, y luego le tomó la desilu­sión; cuando estuvo cierto de que aquellas caras pá­lidas, hundidas en la miseria y la necesidad difícil­mente podrían saciar su ansia de cigarrillos... Se dio cuenta de que devoraban su caja y les repelió con una mirada irritada y desdeñosa. Pensaba darles la espalda y volver por donde había venido cuando oyó que una voz le gritaba en árabe con acento euro­peo: «cigarrillos». Le echó una mirada sorprendida y desconfiada, luego frotó el dedo índice con el pul­gar: «¿hay dinero?». El soldado comprendió y con­testó afirmativamente con la cabeza. El Buche se acercó cauteloso y se detuvo fuera del alcance de las manos del soldado. El soldado se quitó calmo­samente la guerrera y le dijo mostrándosela: «Este es mi dinero». El Buche quedó deslumbrado y escu­driñó la guerrera gris con botones dorados entre sor­prendido y ávido. Le había ganado el corazón, pero como no era un cándido ni un palurdo disimuló lo que se había levantado en él para sacar ventaja de la avidez del italiano. Con estudiada parsimonia exhibió una cajetilla y extendió el brazo para recoger la cha­queta. El soldado frunció la frente y le gritó: «¿Una cajetilla por la guerrera?... ¡Diez!» El Buche dio un respingo y se echó para atrás; su deseo recedió. Iba a irse por otro lado, pero el soldado le gritó: «Una cosa razonable... nueve... ocho...» El Buche sacudió la cabeza negando tercamente. «Entonces, siete. » Pero él sacudió la cabeza como antes y fingió que se iba. El soldado se dio por satisfecho con seis y luego bajó a cinco. El Buche hizo un gesto con la mano: nada que hacer. Se volvió hacia un banco y se sentó. El soldado le gritó enloquecido: «Ven... me conformo con cuatro... » Ni se dio por aludido, y para demostrar su falta de interés encendió un cigarrillo y se puso a fumar paladeándolo pausadamente. La desazón del soldado aumentó, se puso rabioso, pa­recía que el único fin de su existencia era conseguir cigarrillos. Bajó su demanda a tres, luego a dos. El Buche siguió sentado, dominando sus violentas ganas y su dolorosa impaciencia. Pero cuando el sol­dado hubo bajado a dos no pudo evitar un movi­miento delator. El soldado, nada más verla, exten­dió la mano con la guerrera: Toma, y el Buche no tuvo más remedio que levantarse, acercarse al tren,  recoger la guerrera y dar al soldado las dos cajeti­llas. Escudriñó la guerrera con ojos alegres y satisfe­chos y rompió sus labios una sonrisa triunfante. Dejó la caja en el banco y se puso la guerrera y la aboto­nó. Le quedaba ancha, pero no le importó. Estaba maravillado, feliz. Recogió la caja y empezó a cortar el andén orgulloso, transportado. Evocó la imagen de Nabawiyya envuelta en su milaya y murmuró: «Si me viese ahora». Sí, a partir de ahora no me evita­rá ni me apartará la cara con desdén, y el Fino no tendrá motivo de qué presumir delante de mí. Aquí recordó que el Fino llevaba uniforme completo, no una simple guerrera. ¿Cómo conseguir los pantalo­nes? Caviló un tiempo, luego echó una mirada de inteligencia a las cabezas de los prisioneros que aso­maban por las ventanillas del tren. El deseo le juga­ba en el corazón y le inquietaba el alma cuando casi  la tenía satisfecha. Se lanzó al tren pregonando de­cidido: «Cigarrillos, cigarrillos. Un pantalón la cajeti­lla si no hay dinero. Un pantalón la cajetilla». Repi­tió el pregón por segunda y tercera vez. Temiendo que no comprendiesen lo que pretendía, señaló la guerrera que llevaba puesta y mostró. una cajetilla. Su gesto produjo el efecto apetecido: un soldado no vaciló en quitarse la guerrera. El Buche corrió hacia él y le hizo gestos de que fuese despacio y le indicó los pantalones. El soldado se encogió de hombros desdeñoso, se quitó los pantalones y el cambio se completó. La mano del Buche se engarfió en los pantalones; casi volaba de gozo. Volvió al banco de antes y se puso los .pantalones en un santiamén; es­taba hecho todo un soldado italiano... ¿o le faltaba algo?.. Era una auténtica pena que estos soldados no llevaran tarbus... ¡Pero llevan botas! Las bolas le son indispensables para estar a la altura del Fino, que le amarga la vida. Cargó con la caja y se aba­lanzó al tren gritando: «Cigarrillos... un par de botas la cajetilla». Como la otra vez, se ayudaba de ges­tos... Pero antes de que diera con un cliente el tren hizo oír su pito; iba a arrancar. Se produjo una ola de agitación entre los centinelas. El manto de la som­bra había cubierto los rincones de la estación; el pá­jaro de la noche planeaba en el espacio. El Buche se detuvo desconsolado, en los ojos una mirada de aflicción y rabia. Cuando el tren se puso en marcha le vio el centinela del vagón delantero y la exaspe­ración apareció en su cara. Le gritó, primero en in­glés, luego en italiano: «Sube ligero. Tú, preso, al tren». El Buche no entendió lo que decía y quiso con­solarse remedándole, seguro de que no podía ha­cerle nada. El centinela gritó otra vez mientras el tren se alejaba lentamente: «Sube, te lo advierto, sube». El Buche apretó los labios desdeñoso y le volvió la espalda dispuesto a marcharse. El centinela crispó el puño que esgrimió amenazante, apuntó su fusil contra el inocente Buche y disparó. A la detonación, que atronó los oídos, sucedió un grito de dolor y de espanto. El cuerpo del Buche perdió el movimiento, la caja se le cayó de las manos y se derramaron las cajetillas de cigarros y cerillas. Luego, la cara del Buche se mudó en la de un cuerpo exánime.
(Naguib Mahfuz)